Mientras los niños crecen y las horas nos  hablan
tú, subterráneamente, lentamente,  te apagas.
Lumbre enterrada y sola, pabilo de  la sombra,
veta de horror para el que te  escarba.
¡Es tan fácil decirte "padre  mío"
y es tan difícil encontrarte,  larva
de Dios, semilla de  esperanza!
Quiero llorar a veces, y no  quiero
llorar porque me  pasas
como un derrumbe, porque  pasas
como un viento tremendo, como un  escalofrío
debajo de las  sábanas,
como un gusano lento a lo largo del  alma.
¡Si sólo se pudiera decir: "papá,  cebolla,
polvo, cansancio, nada, nada,  nada"
!Si con un trago te  tragara!
¡Si con este dolor te  apuñalara!
¡Si con este desvelo de  memorias
-herida abierta, vómito de  sangre-
te agarrara la  cara!
Yo sé que tú ni  yo,
ni un par de  valvas,
ni un becerro de cobre, ni unas  alas
sosteniendo la muerte, ni la  espuma
en que naufraga el mar, ni -no- las  playas,
la arena, la sumisa piedra con  viento y agua,
ni el árbol que es abuelo de su  sombra,
ni nuestro sol, hijastro de sus  ramas,
ni la fruta madura,  incandescente,
ni la raíz de perlas y de  escamas,
ni tío, ni tu chozno, ni tu  hipo,
ni mi locura, y ni tus  espaldas,
sabrán del tiempo obscuro que nos  corre
desde las venas tibias a las  canas.
(Tiempo vacío, ampolla de  vinagre,
caracol recordando la  resaca.)
He aquí que todo viene, todo  pasa,
todo, todo se  acaba.
¿Pero tú? ¿pero yo? ¿pero  nosotros?
¿para qué levantamos la  palabra?
¿de qué sirvió el  amor?
¿cuál era la  muralla
que detenía la muerte? ¿dónde  estaba
el niño negro de tu  guarda?
Ángeles degollados puse al pie de  tu caja,
y te eché encima tierra, piedras,  lágrimas,
para que ya no salgas, para que no salgas.
 
 

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